A pesar de los cientos de amagues y varias pruebas con pelo de barbie, nadie pensó que
fuera capaz de hacerlo. Ni mi mamá, ni mi abuela, ni mis amigas. Ni siquiera yo
misma. Pero lo cierto es que una tarde entré al baño y una hora después salí
con un triángulo de rulos en la frente. Y a partir de ahí las cosas se pusieron
feas de verdad.
Para empezar, la primera semana fui al
colegio con un gorro de lana argumentando tener piojos. Es decir, preferí que
todos creyeran que no me bañaba o que estaba psicótica antes de que
descubrieran la verdad: que había intentado parecerme a la Oreiro y me había
salido mal. Muy mal.
Cuando lo del gorro no dio para más opté por
peinarme con gel, pero como empezaron a llamarme
Gardel, desistí. Probé con pañuelos, vinchas y hasta una cofia, pero nada
lograba amainar la porra de rulos que Dios me había dado como pelo.
Evalué todo tipo de opciones: pelarme,
pasar a la clandestinidad, hacer el secundario a distancia pero como todas
demandaban demasiado esfuerzo, terminé yendo a averiguar por el alisado
permanente.
Como era una novedad solo dos o tres peluquerías
lo hacían y costaba una fortuna. Pero no me importo.Estaba dispuesta a robar un banco,
vender joyas, convertirme en gánster, cualquier cosa con tal de recuperar cierto
aspecto humano y dejar de parecer un
mono.
Mi mamá dijo que no, después que si,
después otra vez que no, después “vamos a ver” y al final luego de jugar la
carta de la culpa- la que mejor jugamos los hijos únicos- terminó dándome la plata.
Tanto me emocionaba la idea de acabar con
la tiranía de los rizos, de pasar al bando de las lacias y empezar una nueva vida que no me importó
conseguir turno para dentro de 30 días. Durante todo ese tiempo me dediqué a pasear
“en rulos”. Sin accesorios que ocultaran mi pelo, con una inmunidad asombrosa
para soportar bromas hirientes, con un desparpajo nunca antes visto. Lo que
antes era una epopeya de repente resultó fácil y hasta natural. Como el mito de
la mejoría antes de la muerte los días previos al alisado comencé a sentirme
sospechosamente bien. Empecé a usar tacos, el chico que me gustaba me invitó al
cine, mi mamá dejó de decirme que estaba gorda. En fin, comencé a pensar que la
vida con rulos no era tan terrible. Y lo sostuve hasta el día del alisado.
Ese día salí de la peluquería y no pude
evitar sentirme mal por varios motivos. Primero por darme cuenta que el pelo
lacio no era para mi. Que lejos de parecerme a Pocahontas, había quedado como
Daniel Agostini. Segundo porque me costaba elegir quien quería ser y cada vez
lo que decidía intentaba ser otra para terminar siendo ninguna. Y tercero
porque no existe el pelo perfecto, ni el novio perfecto, ni el espejo que
devuelva la imagen que queremos ver. Me di cuenta una vez que mis rulos ya no
estaban.
Por suerte tenía 18 y muchísimos años por delante para recuperar - lo que a veces - se pierde por error.
Por suerte tenía 18 y muchísimos años por delante para recuperar - lo que a veces - se pierde por error.
Año 2000: Look Daniel Agostini |