1995 se perfilaba como el peor año de mi vida por varias
razones. Para empezar mi mamá- que venía de vivir en París- estaba convencida que mis rulos marcaban tendencia. Por eso me hacía todo tipo de peinados
excéntricos, vanguardistas y totalmente innovadores para una niña de 11 años.
Los lunes rulos con moños, los martes rizos tirabuzón, los miércoles frizzé y así.
Pero no vivíamos en Pigalle, ni en Montmartre ni en ningún otro barrio parisino. Lejos de ser vista como una francesita moderna ni una europea glamorosa, en el
colegio me decían “Pibe Valderrama”.
El
apodo me lo puso Cecilia “Xuxa” Weller -
que además de ser muy parecida a la
original- como buena Xuxa tenía un ejército de paquitas que la hacían
indestructible. Una especie de club de membresía al que solo entraban las lacias,
las sedosas, las brillantes, las que ya
habían besado, las que mostraban el ombligo, las populares. En cambio , yo tenía
el pelo como un caniche toy, rulos sin gracia, siete u ocho kilos de más y
aparatos fijos que me hacían parecer un orco del medioevo. Pasaba la mita del día estudiando, no hablaba con nadie y apenas salía del aula para ir al
baño. Definitivamente era una nerd que creía vivir dentro de“Los Goonies”. Pero mi pelo y la miopía de alto grado representaba todo lo que
las demás no querían ser.
Igual ese no era mi único problema. Como todos los años, mi
curso preparaba la gala de recaudación de fondos para escuelas rurales del
interior. Para mi compañeras era “EL ”
acontecimiento del año, la oportunidad de ponerse un lindo vestido, hacerse un
peinado de peluquería y dar su primer
beso.
Para mi mamá era una chantada, la excusa para que los padres separados
engancharan pareja mientras comían sanguchitos de miga. Entonces no solo no me dio un peso para comprar un vestido nuevo, sino que intentó convencerme para que usara el vestido de mi Bat Mitzva – que no era otra cosa que un tutú del horror lleno de tul color fucsia . Yo solo quería ir a la fiesta y ser como todas las chicas. Que
algún chico me sacara a bailar y sin pedirme permiso me diera el primer beso. Pero
estaba destinada a ser la rara, la de rulos, el pibe Valderrama.
Faltando un día Tomás Fresser se acercó a mi banco y me
lanzó sin anestesia que quería que fuéramos juntos. Tarde unos segundos en
reaccionar y tuve que preguntarle varias veces si era una broma. Porque nuuuunca
un Tomás- capitán del equipo de handball pura masa muscular- salía con las de
mi bando. Nunca. Los Tomás salían con las Xuxa´s.
- Si te eligió a vos es porque le gustas. Yo cuando lo conocí a tu abuelo venía de estar
postrada treinta y cinco días en cama por el reuma estaba famélica- pobrecita -
parecía un cadáver, se me veían las costillas. Y le guste igual. Porque vio
algo más allá de lo físico.
-No me hace sentir mejor lo que decís, abuela.
-Lo que digo es que no te tiene que importar lo que piensen
los demás. Ni tus compañeras de colegio, ni tu mamá y muchos menos los hombres.
Ya lo vas a entender cuando seas grande. Sos linda así como estás.Sos única.
-Soy gorda.
-Sos cachetona, que no es lo mismo.
-Tengo aparatos fijos.
-Menos mal. Si no tendrías los dientes de Drácula. Cuando
crezcas los vas a agradecer.
-Tengo el peor pelo del mundo.
-No. Esa es tu mamá. Tus rulos son preciosos. Pareces una
muñeca.
-Parezco una gitana. No voy a ir.
-Vas a ir y yo me voy a encargar de que seas la más linda de
la fiesta. Vas a ser una princesa. Una princesa judía.
Así que ese día fui con mi bobe a Cabildo y Juramento y
compramos un vestido azul Francia y unos zapatos al tono con un poquito de
taco. Mi abuela si que no tenía la menor idea de moda, pero tenía algo
especial, una especie de don para hacerme sentir bien inclusive en los peores
momentos.
De ahí fuimos a lo de Luis - que según todos- era considerado campeón del peinado. Al
principio pensé que podía tratarse de una metáfora, pero en las paredes
colgaban diplomas y fotos de todas las competencias en las que Luis había
participado. Cuarenta y cinco minutos después, comprobaba que esos títulos
debían ser truchados. Lo que para el peluquero y para mi abuela era una obra de
arte no era otra cosa que el peor desastre en la historia capilar : un afro, un
sauvage horroroso . Como si me hubiera electrocutado con algún tipo de
artefacto. Como el pelo de las películas de Burton. Como si mi peor pesadilla
se hiciera realidad.
Entonces me puse a llorar y lloré tres horas seguidas. Lloré
en la peluquería, lloré en el taxi de regreso a casa, lloré en mi cuarto y solo
dejé de llorar cuando Tomás tocó el timbre para llevarme a la fiesta. Tenía la
cara tan desfigurada por el llanto que cuando abrí la puerta ni siquiera lo
saludé. Me metí corriendo en el auto del padre y no hablé una palabra en todo
el viaje. Ahí estábamos. El chico con el que todas querían salir y yo- una
mezcla entre Master Yoda y Beatriz Salomón.
Pero para lo peor faltaba un rato. A pesar de que Cecilia se
rio de mi toda la noche y me rebautizó “Triki, el monstruo de las galletas”
como el personaje de Plaza Sésamo, Tomás
me sacó a bailar. Hablamos mucho, nos reímos,
nos miramos. Estaba feliz porque - a pesar
de tener el peor pelo del mundo- el chico
lindo bailaba conmigo. Era el triunfo sobre las lacias, el fin de una era. La
despedida del Pibe Valderrama. Hasta que sucitó el caos. Hasta que las paquitas
me tiraron un vaso de Coca Cola con papel picado en la cabeza.
Intenté salir corriendo pero lo único que me salió fue agachar la cabeza y mirar al piso. Quizás debería haber reaccionado como en el final de Carrie
y matarlos a todos. O al menos putearlas. Pero no pude. Me
quedé inmóvil sintiéndome una estúpida. Delante todos. Delante de mis
compañeros, de los maestros, de los padres que comían canapés. Delante de Xuxa
y sus paquitas. Y delante de Tomás, que insistió un rato para seguir bailando
hasta que se cansó y sacó a bailar a otra. La fiesta siguió para todos menos
para mí , que me senté en un rincón sin poder hacer nada. Ni siquiera llorar.
Solo ver como se divertían y como Tomás besaba a Laura Filkestein, una que
tenía peor pelo que yo. Pero nada de eso importaba. Lo único que quería era
llegar a mi casa, sacarme ese disfraz azul y raparme. Sobre todo raparme. Porque esta vez era oficial: odiaba mis
rulos.