Lo primero
que pensé cuando me fui a vivir con mi novio fue en mi pelo. La sola idea de imaginarnos
frente a frente todas las mañanas y tener una maraña en la cabeza, ojos
hinchados y un malhumor inexorable reforzaba mi teoría del caos. Me
autoflagelaba pensando que un día se iba a levantar y yo le iba a parecer tan
pero tan horrible que me iba a dejar. No solo el. Cualquier hombre que me
vieran a la mañana también haría lo mismo, hasta que finalmente desistiría de
la idea de ser feliz y acabaría mis días entre cajas de empanadas vacías y
gatos rescatados del Botánico. Por suerte- y hasta ahora- no pasó.
Cuando se lo
conté, mi novio se rió, me dijo que era hermosa de cualquier manera y siguió
leyendo el diario. Por supuesto a veces le creo. Otras le creo a medias. Y otras
elijo creer que a todas – salvo algunas excepciones como Charlize Theron - nos
pasa un poco lo mismo.
Siempre hay algo que nos tocó que no tenía que estar
ahí. Siempre hay algo que sobra o que falta. La petisa quiere ser más alta y la
alta sufre por no ser un poquito más petisa. La que tiene poca teta se queja
porque las remeras le quedan mal pero la muy tetona usa corpiño deportivo para
que no se noten tanto. La que es morocha algún verano quiso ser rubia y más de
una rubia fantasea con dejar de serlo cada vez que Cosmopolitan publica que los
hombres las prefieren morochas. Siempre
que llueve las de rulos quisieran tener pelo lacio. Pero resulta
que a las lacias les gustaría tener rulos. Y así vamos oscilando entre lo que
somos y los que nos gustaría ser. Lo que tenemos y no elegimos y lo que elegimos
pero no tenemos.
La historia con
mis rulos no fue amor a primera vista. Durante muchos años los odie, los
castigué, los traté de ocultar, culpé a mi papá por habérmelos pasado en los
genes y hasta pensé en raparme. Pero de a poco empecé a aceptarlos y terminé pasándome
al bando de las que AMAN sus rulos. Aunque quiera morir los días de humedad. Aunque
en la primaria me decían “Pibe Valderrama”. Aunque a veces sienta que nada
tiene sentido sin difusores, bucleadoras, ruleros, productos antifrizz o las
manos mágicas de algún peluquero. A pesar de todo eso AMO mis rulos y no los
cambiaría por nada. Porque tener rulos significa entre otras cosas ser distinta.
Tener un pelo distinto, un look distinto,
una actitud distinta. Ser únicas. Y a
veces- lo que nos hace únicas- es quizás lo mejor que tenemos.
Y vos…¿odias
o amas tus rulos?.