viernes, agosto 24, 2012

Historia de mis rulos- Segunda Parte.



El otro día hablando con una amiga me acordé que de adolescente tuve el pelo de cinco colores diferentes, uno por cada año del secundario. En primero me entusiasmé con las puntas violetas porque acompañaban bastante bien el look alternativo de los 90, mi fanatismo por Blur y las excursiones a la Bond Street. En segundo me creí Björk - y no solo me teñí de negro azabache-  sino que animé a salir a la calle en ojotas y medias. Tercero fue rojo fuego. Cuarto fucsia. Y finalmente en quinto enloquecí por completo y  me corté el flequillo como Natalia Oreiro en el videoclip “Tu Veneno”.
A pesar de los cientos de amagues y varias  pruebas con pelo de barbie, nadie pensó que fuera capaz de hacerlo. Ni mi mamá, ni mi abuela, ni mis amigas. Ni siquiera yo misma. Pero lo cierto es que una tarde entré al baño y una hora después salí con un triángulo de rulos en la frente. Y a partir de ahí las cosas se pusieron feas de verdad.
Para empezar, la primera semana fui al colegio con un gorro de lana argumentando tener piojos. Es decir, preferí que todos creyeran que no me bañaba o que estaba psicótica antes de que descubrieran la verdad: que había intentado parecerme a la Oreiro y me había salido mal. Muy mal.
Cuando lo del gorro no dio para más opté por peinarme con gel,  pero como empezaron a llamarme Gardel, desistí. Probé con pañuelos, vinchas y hasta una cofia, pero nada lograba amainar la porra de rulos que Dios me había dado como pelo.
Evalué todo tipo de opciones: pelarme, pasar a la clandestinidad, hacer el secundario a distancia pero como todas demandaban demasiado esfuerzo, terminé yendo a averiguar por el alisado permanente.  
Como era una novedad solo dos o tres peluquerías lo hacían y costaba una fortuna. Pero no me importo.Estaba dispuesta a robar un banco, vender joyas, convertirme en gánster, cualquier cosa con tal de recuperar cierto aspecto humano y dejar de parecer un mono.
Mi mamá dijo que no, después que si, después otra vez que no, después “vamos a ver” y al final luego de jugar la carta de la culpa- la que mejor jugamos los hijos únicos-  terminó dándome la plata. 
Tanto me emocionaba la idea de acabar con la tiranía de los rizos, de pasar al bando de las lacias y  empezar una nueva vida que no me importó conseguir turno para dentro de 30 días.  Durante todo ese tiempo me dediqué a pasear “en rulos”. Sin accesorios que ocultaran mi pelo, con una inmunidad asombrosa para soportar bromas hirientes, con un desparpajo nunca antes visto. Lo que antes era una epopeya de repente resultó fácil y hasta natural. Como el mito de la mejoría antes de la muerte los días previos al alisado comencé a sentirme sospechosamente bien. Empecé a usar tacos, el chico que me gustaba me invitó al cine, mi mamá dejó de decirme que estaba gorda. En fin, comencé a pensar que la vida con rulos no era tan terrible. Y lo sostuve hasta el día del alisado.
Ese día salí de la peluquería y no pude evitar sentirme mal por varios motivos. Primero por darme cuenta que el pelo lacio no era para mi. Que lejos de parecerme a Pocahontas, había quedado como Daniel Agostini. Segundo porque me costaba elegir quien quería ser y cada vez lo que decidía intentaba ser otra para terminar siendo ninguna. Y tercero porque no existe el pelo perfecto, ni el novio perfecto, ni el espejo que devuelva la imagen que queremos ver. Me di cuenta una vez que mis rulos ya no estaban.
 Por suerte tenía 18 y muchísimos años por delante para recuperar - lo que a veces - se pierde por error.









 Año 2000: Look Daniel Agostini









miércoles, agosto 22, 2012

Historia de mis rulos- Primera Parte.


1995 se perfilaba como el peor año de mi vida por varias razones. Para empezar mi mamá- que venía de vivir en París- estaba convencida que mis rulos marcaban tendencia. Por eso me hacía todo tipo de peinados excéntricos, vanguardistas y totalmente innovadores para una niña de 11 años. Los lunes rulos con moños, los martes rizos tirabuzón, los miércoles frizzé y así. Pero no vivíamos en Pigalle, ni en Montmartre ni en ningún otro barrio parisino. Lejos de ser vista como una francesita moderna ni una europea glamorosa, en el colegio me decían  “Pibe Valderrama”. 
El apodo me lo puso  Cecilia “Xuxa” Weller - que además de ser muy parecida a la original- como buena Xuxa tenía un ejército de paquitas que la hacían indestructible. Una especie de club de membresía al que solo entraban las lacias, las sedosas, las brillantes, las que ya habían besado, las que mostraban el ombligo, las populares. En cambio , yo tenía el pelo como un caniche toy, rulos sin gracia, siete u ocho kilos de más y aparatos fijos que me hacían parecer un orco del medioevo. Pasaba la mita del día estudiando, no hablaba con nadie y apenas salía del aula para ir al baño. Definitivamente era una nerd que creía vivir dentro de“Los Goonies”. Pero mi pelo y la  miopía de alto grado representaba todo lo que las demás no querían ser.
Igual ese no era mi único problema. Como todos los años, mi curso preparaba la gala de recaudación de fondos para escuelas rurales del interior. Para mi compañeras era “EL ” acontecimiento del año, la oportunidad de ponerse un lindo vestido, hacerse un peinado de peluquería y dar su primer beso.
Para mi mamá era una chantada, la excusa para que los padres separados engancharan pareja mientras comían sanguchitos de miga. Entonces no solo no me dio un peso para comprar un vestido nuevo, sino que intentó convencerme para que usara el vestido de mi Bat Mitzva – que no era otra cosa que un tutú del horror lleno de tul color fucsia . Yo solo quería ir a la fiesta y ser como todas las chicas. Que algún chico me sacara a bailar y sin pedirme permiso me diera el primer beso. Pero estaba destinada a ser la rara, la de rulos, el pibe Valderrama.
Faltando un día Tomás Fresser se acercó a mi banco y me lanzó sin anestesia que quería que fuéramos juntos. Tarde unos segundos en reaccionar y tuve que preguntarle varias veces si era una broma. Porque nuuuunca un Tomás- capitán del equipo de handball pura masa muscular- salía con las de mi bando. Nunca. Los Tomás salían con las Xuxa´s.

- Si te eligió a vos es porque le gustas.  Yo cuando lo conocí a tu abuelo venía de estar postrada treinta y cinco días en cama por el reuma estaba famélica- pobrecita - parecía un cadáver, se me veían las costillas. Y le guste igual. Porque vio algo más allá de lo físico.
-No me hace sentir mejor lo que decís, abuela.
-Lo que digo es que no te tiene que importar lo que piensen los demás. Ni tus compañeras de colegio, ni tu mamá y muchos menos los hombres. Ya lo vas a entender cuando seas grande. Sos linda así como estás.Sos única.
-Soy gorda.
-Sos cachetona, que no es lo mismo.
-Tengo aparatos fijos.
-Menos mal. Si no tendrías los dientes de Drácula. Cuando crezcas los vas a agradecer.
-Tengo el peor pelo del mundo.
-No. Esa es tu mamá. Tus rulos son preciosos. Pareces una muñeca.
-Parezco una gitana. No voy a ir.
-Vas a ir y yo me voy a encargar de que seas la más linda de la fiesta. Vas a ser una princesa. Una princesa judía.

Así que ese día fui con mi bobe a Cabildo y Juramento y compramos un vestido azul Francia y unos zapatos al tono con un poquito de taco. Mi abuela si que no tenía la menor idea de moda, pero tenía algo especial, una especie de don para hacerme sentir bien inclusive en los peores momentos.
De ahí  fuimos a lo de Luis - que según todos-  era considerado campeón del peinado. Al principio pensé que podía tratarse de una metáfora, pero en las paredes colgaban diplomas y fotos de todas las competencias en las que Luis había participado. Cuarenta y cinco minutos después, comprobaba que esos títulos debían ser truchados. Lo que para el peluquero y para mi abuela era una obra de arte no era otra cosa que el peor desastre en la historia capilar : un afro, un sauvage horroroso . Como si  me hubiera electrocutado con algún tipo de artefacto. Como el pelo de las películas de Burton. Como si mi peor pesadilla se hiciera realidad.
Entonces me puse a llorar y lloré tres horas seguidas. Lloré en la peluquería, lloré en el taxi de regreso a casa, lloré en mi cuarto y solo dejé de llorar cuando Tomás tocó el timbre para llevarme a la fiesta. Tenía la cara tan desfigurada por el llanto que cuando abrí la puerta ni siquiera lo saludé. Me metí corriendo en el auto del padre y no hablé una palabra en todo el viaje. Ahí estábamos. El chico con el que todas querían salir y yo- una mezcla entre Master Yoda y Beatriz Salomón.
Pero para lo peor faltaba un rato. A pesar de que Cecilia se rio de mi toda la noche y me rebautizó “Triki, el monstruo de las galletas” como el personaje de Plaza Sésamo,  Tomás me sacó a bailar. Hablamos mucho,  nos reímos,  nos miramos. Estaba feliz porque - a pesar de tener el peor pelo del mundo-  el chico lindo bailaba conmigo. Era el triunfo sobre las lacias, el fin de una era. La despedida del Pibe Valderrama. Hasta que sucitó el caos. Hasta que las paquitas me tiraron un vaso de Coca Cola con papel picado en la cabeza. 
 Intenté salir corriendo pero lo único que me salió fue agachar la cabeza y mirar al piso. Quizás debería haber reaccionado como en el final de Carrie y matarlos a todos. O al menos putearlas. Pero no pude. Me quedé inmóvil sintiéndome una estúpida. Delante todos. Delante de mis compañeros, de los maestros, de los padres que comían canapés. Delante de Xuxa y sus paquitas. Y delante de Tomás, que insistió un rato para seguir bailando hasta que se cansó y sacó a bailar a otra. La fiesta siguió para todos menos para mí , que me senté en un rincón sin poder hacer nada. Ni siquiera llorar. Solo ver como se divertían y como Tomás besaba a Laura Filkestein, una que tenía peor pelo que yo. Pero nada de eso importaba. Lo único que quería era llegar a mi casa, sacarme ese disfraz azul y raparme. Sobre todo raparme.  Porque esta vez era oficial: odiaba mis rulos.